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PÉRDIDA

—¡Me mataron a mi hijita doña Esperanza! Me la mataron esos malditos camioneros locos.

Susana se abrazaba desconsolada a doña Esperanza mientras las lágrimas empapaban su cara.

—Apenas había cumplido sus dos años, ya hasta le había comprado su disfraz de catarina ora que iba a salir en el festival de primavera en la guardería.

—Cálmate mija, ya cálmate.

Esperanza sabía que la única culpable del deceso de la niña fue la negligencia de su madre. Pero no iba a juzgarla en ese momento de duelo, mucho menos le haría notar su descuido en el accidente. Simplemente se dedicaba a consolar a aquella madre deshecha.

—¿Por qué no lincharon al maldito doña? Siempre es lo mismo con esos cabrones.

Seguía diciendo Susana ya con su tristeza mezclada con odio. Pero doña Esperanza no le respondía nada, se limitaba a asentirle con la cabeza y a darle palmaditas en la espalda, al mismo tiempo que se imaginaba diciéndole: “pero ¿crees que con linchar al chofer iba a revivir tu hija?, no pienses que los choferes andan por ahí buscando a niños para matar; a la que deberían de haber madreado es a ti por pinche descuidada.” “No no, cálmate Esperanza” –reaccionó– “no es momento de pensar en esas cosas”. Y se llevó a Susana a sentar para darle una taza de té, pero ésta no quería nada, solo se llevaba las manos al rostro intensificando los gritos de dolor.

El pequeño féretro ocupaba la sala en la casa de Susana, era de color blanco como lo marca la tradición, dicen que cuando fallece un niño nace un ángel. Los cuatro cirios rodeándolo, las flores y la imagen del Sagrado Corazón completaban la imagen del velorio, mismo adonde habían asistido los vecinos de la colonia dispuestos a dar el pésame y de paso a enterarse cómo habían sucedido las cosas. —Yo lo vi clarito todo —decía uno—. El pinche chofer venía a exceso de velocidad. —Yo ya tenía al güey bien agarrado —contaba otro—. Nomás era para que le dieran sus madrazos, pero a la mera hora nadie quiso entrarle que porque ya venía la policía.

De uno en uno se iban a acercando al ataúd para echar una mirada a la difuntita. Susana se había ido a encerrar a su cuarto, como si de repente repudiara a toda esa gente reunida en su casa, pensando que nadie comprendía su dolor, pensando que se burlaban de ella, pensando que la juzgaban. Y mientras sostenía un retrato de su hija, el agotamiento por tanto llorar hizo que se quedara dormida, inconscientemente deseó no despertar jamás para no seguir cargando el sufrimiento que se había impuesto por la pérdida de su hija.

—Nombre.

—Arturo Cermeño García.

—Edad.

—24 años.

—Ocupación.

—Operador de transporte urbano.

—Escolaridad.

—Primaria.

Los datos que pedía el juez al procesado llenaban el acta de condena que predisponía el futuro de Arturo, joven detenido por homicidio culposo de un infante de dos años.

Esperando la resolución de su caso, absorto, Arturo no acababa de comprender la fatalidad del problema. Todo marchaba como un día normal. Como chofer, siempre procuraba respetar los límites de velocidad y siempre acataba las señales de tránsito. Pero ese día algo salió mal y no sería él el culpable.

“Alguna vaga distracción” —pensaba—. “O el cúmulo de gente que se hace afuera en las escuelas” “O tal vez la nula visibilidad a causa de un reflejo del sol”

Como queriendo culpar a cualquier circunstancia, buscaba entre su memoria algo que pudiera ayudar en su indulgencia, pero el ruido de la máquina de escribir lo interrumpía en sus pensamientos, manteniéndolo ansioso ante una posible sentencia.

Él también tenía una hija, de un año de nacida. Se levantaba todos los días a las 4:30 de la madrugada para que le diera tiempo de arreglarse, preparar lo necesario para la niña y dejarla encargada con su madre que le hacía el favor de cuidársela mientras hacía su ruta, misma que empezaba a las 5:20 am. Se había prometido responsabilizarse por el bien de su pequeña y de paso por el de su madre pensionada.

La mamá de su hija los había abandonado, un día de pronto desapareció como si la tierra se la hubiera tragado. No dejó dicho adónde iba. Vecinos dijeron que tomó este rumbo; algunos más que aquel otro. Al final, sólo Arturo sabía de las preocupaciones que le aquejaban a su pareja y el motivo del por qué podría haber tomado tal decisión. Y desde ese día, sabía que su estilo de vida cambiaría abruptamente. Comenzar a cuidar y criar a una niña prácticamente él solo era una actividad que no estaba en sus planes.

Para mantenerla, tuvo que conseguir un trabajo donde la paga debía alcanzar para su hija, para su madre y para él. Pero lo único que sabía hacer era manejar camiones de grandes dimensiones, enseñanza que le había dejado su padre. Así que, operador de transporte urbano era un trabajo donde el sueldo que ofrecían le convencía, a pesar de las maratónicas jornadas de trabajo.

Pero ahora se encontraba a punto de cumplir una condena que la mantendría alejado de su hija. Ni la empresa respondió por él, ni el abogado que le asignaron hacía algo para absolverlo. Todo se complicaba para Arturo mientras pasaba su primera noche en la celda en donde lo habían situado.

Conservaba en su cartera una foto donde aparecía su hija recién nacida, la tomó entre sus manos para contemplarla, y sugestionado por la imagen comenzó a llorar. La soledad y el frío del cuarto pronto lo vencieron, quedándose dormido en un incómodo catre.

Para Susana y Arturo esa noche iba a ser la más larga de sus vidas, inmersos en el sueño que los separa de sus realidades. Entre tanto, la mañana dispondrá otras formas de sobrevivencia: una madre sin su hija y una hija sin su padre.

César Hernández

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