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The Penguin Lessons: Una fábula tierna en tiempos de oscuridad

Un cuento entrañable y tierno en un país atravesado por la desaparición forzada, la censura, la violencia y el miedo.

Hay algo profundamente conmovedor (y peligrosamente delicado) en la apuesta de The Penguin Lessons. A primera vista, parece otra cinta amable en la que un animal adorable le enseña al protagonista a vivir mejor. Jim Carrey ya lo había intentado con su desfile digital en Mr. Popper’s Penguins (2011). Jean Reno lo hizo con melancolía realista en My Penguin Friend (2024). Pero esta película británica, ambientada en la convulsa Argentina de 1976, tiene un corazón más grande y una ambición más compleja. Y contra lo que dicen sus detractores, logra una síntesis insólita: un cuento entrañable y tierno en un país atravesado por la desaparición forzada, la censura, la violencia y el miedo.

Basada en las memorias de Tom Michell, seguimos a un inglés desencantado (Steve Coogan, sobrio y profundamente humano) que huye de su pasado para dar clases en un internado de élite en Buenos Aires. El colegio, símbolo de privilegio y conservadurismo, contrasta con un país al borde del abismo. En una escapada a Uruguay, Tom rescata a un pingüino cubierto de petróleo. Contra todo pronóstico, se lo lleva, lo bautiza Juan Salvador (guiño a Richard Bach) y lo convierte en su compañero inseparable —y sin saberlo, en catalizador de una transformación interna.

El tono del filme es dual: por un lado, el humor involuntario de convivir con un ave marina en un apartamento porteño; por el otro, el crecimiento paulatino del horror exterior. Lo que comienza como una historia excéntrica se tiñe de sombras, desapariciones y silencios ensordecedores.

Peter Cattaneo (The Full Monty) dirige con una sensibilidad que evita el sentimentalismo fácil. Es cierto que a veces el guion tambalea entre el rito de pasaje, el drama político y la historia del maestro y sus alumnos. Pero esas fisuras son parte del riesgo: el filme no quiere usar a la Argentina como decorado, sino enfrentar la pregunta incómoda: ¿puede un extranjero intervenir en el dolor ajeno sin caer en la condescendencia?

Coogan, célebre por su ironía en The Trip, aquí se somete al silencio y al desconcierto. Su Tom es un hombre marcado por una culpa antigua que encuentra, en ese pingüino, una razón para quedarse, amar e involucrarse. La relación entre ambos es absurda y sublime, como todos los afectos verdaderos. Y aunque el pingüino funcione como símbolo de inocencia y alteridad, nunca es un accesorio narrativo. Juan Salvador, como los mejores personajes del cine mudo, expresa sin palabras.

El elenco secundario también brilla. Jonathan Pryce encarna a un rector autoritario sin caer en la caricatura. Lars Björn Gustafsson aporta calidez desde la rigidez escandinava. Pero son Vivian El Jaber y Alfonsina Carrocio, como María y su hija Sofía, quienes anclan el relato en la tierra. En sus miradas hay dolor, resistencia y dignidad. Ellas enseñan que no hay ternura sin memoria, y que el amor se manifiesta en pequeños actos de valentía.

La película muestra, sin morbo, la brutalidad de un régimen donde pensar era un delito. En una escena breve, Sofía desaparece tras una conversación banal. El silencio de Tom dice más que cualquier discurso. En ese contexto, cuidar a un pingüino se convierte en acto político, en resistencia íntima.

Sí, el final puede parecer complaciente. Hay un epílogo que apuesta por la esperanza. Pero quizá necesitamos también relatos donde el bien —aunque mínimo— abre una rendija de luz.

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