ENCUENTRO
Te quedaste dormido en el sillón con la mirada perdida y aún exaltado después de subir corriendo las escaleras del edificio, cerraste tu departamento con el pasador y doble llave. Traías de nuevo esos recuerdos que pensaste habías bloqueado. Las vacaciones en Cuernavaca; la playa del hotel en Acapulco; los fines de semana en la alameda, aún amabas a la mamá de tu hijo, te sentías pleno y feliz con aquella familia que tenías. Sentiste a tu hijo una vez más presente como todos esos días que quisiste olvidar, y ahora que aseguras que lo viste caes enfermo, tu cuerpo no responde y yaces medio muerto en el sillón, justo a un lado del álbum que habías hecho con solo fotos de él.
Despiertas entrada la noche, piensas que ha sido un mal sueño. Te levantas del sillón ya sin dificultades, tomas el álbum de fotos y te lo llevas a tu cuarto para recostarte mientras ves una a una las fotos de Sebastián, desde que era bebé hasta el último retrato que se pudieron tomar juntos, tenía seis años, posas junto a él en el asta de la bandera del Zócalo. De fondo, la Catedral Metropolitana. Duermes llorando.
Amaneció y te levantas dirigiéndote a la cocina a calentar agua. Mientras hierve, vas al cuarto donde guardaste algunas pertenencias de Sebastián, juguetes, ropa, más fotos enmarcadas. Tomas una caja que contiene todo el papeleo que ibas juntando de la procuraduría, los reportes que te entregaba el fiscal del avance del caso de tu hijo secuestrado, de las averiguaciones. Al final de todo ese cúmulo de hojas contemplas el escrito final donde determinaron que a tu hijo lo desaparecieron, caso ahora tomado por el departamento de personas extraviadas y que a la fecha sigues esperando respuesta. Empiezas a sollozar mientras acomodas la caja junto a la otra que contiene las carpetas de tu divorcio.
Los ataques de ansiedad han regresado para fastidiarte. Tomas dos sobres de té de tila y los viertes en el agua hirviendo. Mientras, has pensado y decidido regresar a ese supermercado para quitarte la sensación de haber visto por ahí a tu hijo, acompañado por un adulto joven, seleccionando del pasillo de cereales alguno favorito para el niño.
Marcas a la oficina avisando que has amanecido enfermo y que no irás. No esperas respuesta, cuelgas. Te acabas el té, te vistes pensando que igual estás cayendo de inmediato en una obsesión infundada, tal vez es la desesperación que tienes por saber algo de tu hijo. Te sientas en la cama, ahogado por un nudo en la garganta, te restriegas los ojos, quieres acabar de convencerte que sí era él. Terminas de vestirte, tomas tus llaves, finges cordialidad ante los vecinos y te diriges al súper mercado.
Es temprano y justo llegaste cuando han abierto. Piensas en pasearte de un lado al otro del establecimiento, nada ni nadie te quitará esa oportunidad de saber que ese niño que viste ayer justo ahí es tu hijo Sebastián. La gente poco a poco va llegando llenando los espacios. Divisas a los adultos con niños, no es ninguno de ellos. La frustración intenta apoderarse de ti, eventualmente tienes que mantener la cabeza fría para evitar crear una escena en ese recinto público.
Has permanecido un poco más de cinco horas en la tienda, yendo de un departamento a otro, apenas los encargados de seguridad notaron tu presencia prolongada y un tanto extraña, están de acuerdo que ya no es normal. Mandan a un guardia para que, indiferente, te esté vigilando. De inmediato te das cuenta de eso pero no te importa, has decidido marcharte y regresar más tarde.
Estás por pasar la salida, cuando levantas la mirada ves que vienen hacia ti el adulto joven con el niño, vienen riendo, el adulto joven tiene su brazo rodeándolo del cuello. Te detienes de golpe, pasan a tu lado, por supuesto que el niño no te reconocerá, llevas una sudadera de gorro, portas tus anteojos de aumento que desde hace un año vienes utilizando, además de tu aspecto descuidado de barba sin afeitar y cabello entrecano. No hiciste el mínimo movimiento para llamarle la atención pero ya estás convencido de que es él, Sebastián, el niño que viste con el mismo adulto joven en el pasillo de los cereales. Lo reconociste más porque al sonreír se le asomó su par de dientes frontales que emulan a los de un conejo “mi Bugs Bunny” le decías siempre al saludarlo regresando de trabajar.
Los seguiste de cerca y de ti seguía el guardia de seguridad. Sólo pasaron rápido a la panadería, se dirigieron a las cajas y te formaste atrás de ellos, tomaste un chocolate y una Coca Cola de lata para disimular. Pagaron, pagaste, salieron al estacionamiento, pensaste que iban a abordar un coche pero se fueron caminando hasta la esquina donde acaba el centro comercial, cruzaron la calle para meterse al complejo de condominios, tú llegaste hasta la entrada y desde ahí los viste que subieron un tercer piso para meterse a un apartamento marcado en la puerta con el número 88. Te quedaste ahí largo rato tratando de no desfallecer, los síntomas que ayer te habían dado en la sala de tu casa empezaban a doblarte en ese instante. Decidiste lo obvio, llamar a la policía, a tu abogado, lo ibas a hacer y mientras sacabas tu celular viste que el número 88 se abrió, saliendo Sebastián y detrás de él, ella, la que fue tu esposa, la que amaste por haberte dado a tu hijo, con la que conformabas aquella familia feliz que tenías. Descubría un vientre abultado, un embarazo de cinco meses.
No mostraste odio, no lloraste, lograste llegar a tu casa y recostarte, sentiste un alivio, primero, por no haber caído en la desesperación inmediata; y después, por haber localizado a tu hijo que las autoridades daban por desaparecido. Lograste desvanecer la culpa, te redimiste, conociste quién era la mujer que hace dos años te pidió el divorcio porque según había caído en depresión por la pérdida de su hijo. Te volviste a quedar dormido pero ahora con un dejo de consuelo.
Son las 7 de la mañana, te apresuras para pasar por tu hijo Sebastián a la Prodem y llevarlo a la visita matutina en el reclusorio para mujeres, estará conviviendo un par de horas con su madre y su medio hermano recién nacido.