En septiembre de 1971, más de 200 mil jóvenes irrumpieron en Valle de Bravo para asistir a lo que prometía ser un evento de carreras de autos y música. El Festival de Rock y Ruedas de Avándaro terminó convertido en un “Woodstock mexicano”, un símbolo de rebeldía juvenil que encendió las alarmas del gobierno y marcó al rock nacional como un movimiento peligroso.
Casi medio siglo después, el cineasta J.M. Cravioto retoma ese episodio con una mirada distinta: Autos, mota y rocanrol, comedia en formato de falso documental que reconstruye el caos fundacional del festival no con solemnidad, sino con humor.
La película sigue a Justino y el Negro —interpretados por Alejandro Speitzer y Emiliano Zurita—, dos organizadores novatos con más entusiasmo que plan, que se ven superados por una avalancha de juventud, drogas, represión policiva y guitarras a todo volumen. El tono recuerda al humor incómodo de The Office, pero en un escenario cargado de lodo y marihuana.
Cravioto combina testimonios inventados, imágenes de archivo y recreaciones absurdas para crear un relato que oscila entre la sátira y la crónica histórica. El resultado dialoga con cintas como Taking Woodstock y This Is Spinal Tap, pero con un sello propio: más irreverente, más caótico y con un ojo crítico hacia empresarios ingenuos, medios sensacionalistas y autoridades que vieron en la contracultura una amenaza.
El filme destaca por su recreación minuciosa del México setentero: vestuario, lenguaje, escenografía y música logran sumergir al espectador en la efervescencia de Avándaro. No es una postal nostálgica, sino una inmersión en el desmadre.
Autos, mota y rocanrol no busca explicar Avándaro, sino revivirlo tal cual: sin orden ni garantías, como lo vivieron miles de jóvenes. En ese caos, la cinta encuentra su mayor virtud: recordar que la contracultura nunca fue un plan, sino una reacción, y que ni la represión estatal pudo apagar la música ni el humor como formas de resistencia.