Con la llegada de diciembre, las calles se llenan de luces, adornos y un sonido inconfundible: los villancicos. Estas canciones, hoy asociadas de forma inseparable a la Navidad, tienen un origen mucho más antiguo y popular de lo que muchos imaginan.
La palabra villancico proviene de “villa” y del latín villanus, en referencia a las personas humildes que habitaban las villas medievales. En sus inicios, durante la Edad Media y el Renacimiento, estas composiciones no estaban ligadas a celebraciones religiosas, sino que abordaban temas cotidianos como el amor, la vida rural, la nostalgia o incluso acontecimientos históricos. Eran cantos sencillos, a menudo sin acompañamiento instrumental, que reflejaban la voz del pueblo.
Su popularidad fue tal que destacados compositores como Juan del Encina, Mateo Flecha o Gaspar Fernandes comenzaron a musicalizarlos, elevando estas canciones populares a un nuevo nivel artístico. Con el tiempo, la Iglesia vio en el villancico una poderosa herramienta para difundir su mensaje y adaptó muchas de estas melodías, sustituyendo letras profanas por textos religiosos. Así, los villancicos comenzaron a integrarse en la liturgia, especialmente en celebraciones como la Navidad.
Durante los siglos XVII y XVIII, los villancicos alcanzaron una gran sofisticación, incorporando coros, solistas e incluso elementos teatrales. Sin embargo, este carácter festivo también generó críticas por considerarse poco devocional. Aun así, la tradición sobrevivió y se transformó, fusionándose con otros géneros musicales.
Hoy, los villancicos forman parte esencial del patrimonio cultural, con versiones regionales en toda España y expresiones similares en numerosos países del mundo. Más allá de gustos personales, estas canciones siguen siendo un vínculo vivo entre la historia, la música y la celebración colectiva.




