Édouard Manet (1832-1883), uno de los nombres esenciales en la historia del arte occidental, tuvo una trayectoria marcada por el contraste entre su origen acomodado y el rechazo sistemático de la crítica de su época. A diferencia de otros artistas de su generación, Manet provenía de una familia burguesa y cultivaba una imagen más cercana al dandy que al bohemio; sin embargo, su obra fue duramente cuestionada y en repetidas ocasiones excluida del prestigioso Salón de París, su mayor aspiración.
Formado inicialmente en el taller de Thomas Couture, completó su aprendizaje recorriendo Europa y estudiando a los maestros clásicos. No obstante, sería su viaje a España —y en particular su fascinación por Velázquez— lo que marcaría profundamente su estilo inicial, caracterizado por un neo-tenebrismo de fuerte influencia hispana. Más adelante, alentado por su amigo Charles Baudelaire, adoptó una técnica más suelta, luminosa y audaz.
En 1863, obras como El almuerzo sobre la hierba y Olympia desataron un escándalo mayúsculo. Aunque Manet las concibió como homenajes a referentes del Renacimiento como Giorgione y Tiziano, fueron rechazadas y exhibidas en el Salón de los Rechazados. Paradójicamente, ese rechazo lo convirtió en una figura central para el grupo de artistas que frecuentaban el Café Guerbois —Monet, Renoir, Degas y Sisley— quienes lo consideraban una especie de “pontífice” del naciente movimiento impresionista.
Su amistad con Claude Monet fue decisiva. En el verano de 1874, en Argenteuil, Manet trabajó al aire libre y adoptó una paleta más clara, logrando algunas de las obras más impresionistas de su carrera. Una de ellas, Argenteuil, representa a una pareja en una barca bañada por la luz del atardecer, equilibrando espontaneidad y una composición cuidadosamente estudiada.
Manet, complejo y contradictorio, fue al mismo tiempo precursor del arte moderno y último gran pintor tradicional. En palabras de Baudelaire, fue “el pintor de la vida moderna”.




