Durante siglos, enero no fue sinónimo de comienzos. Aunque hoy es el primer mes del calendario en gran parte del mundo, su lugar como inicio del año es el resultado de ajustes astronómicos, decisiones políticas y siglos de confusión heredados de la antigua Roma.
En los orígenes del calendario romano, atribuido tradicionalmente a Rómulo, el año tenía solo diez meses y comenzaba en marzo, ligado a la agricultura y a los rituales religiosos. El invierno simplemente no existía en el conteo del tiempo: no tenía meses ni nombres. Así, septiembre, octubre, noviembre y diciembre eran, literalmente, el séptimo, octavo, noveno y décimo mes, una huella que aún permanece en sus nombres.
Fue en el siglo VII a.C., bajo el reinado de Numa Pompilio, cuando se añadieron dos meses invernales: Ianuarius y Februarius. Enero tomó su nombre de Jano, el dios romano de las transiciones, representado con dos rostros que miran al pasado y al futuro. Sin embargo, aun con esta reforma, el año seguía comenzando en marzo.
El calendario romano, basado en la Luna, pronto mostró fallas: no coincidía con las estaciones. Para corregirlo, se añadían meses extra de forma irregular, controlados por sacerdotes, lo que generó caos y manipulaciones políticas.
La gran reforma llegó en el año 45 a.C., cuando Julio César instauró el calendario juliano, diseñado por el astrónomo Sosígenes de Alejandría. Se estableció un año solar de 365 días y se fijó el 1 de enero como inicio oficial, coincidiendo con la toma de posesión de los cónsules romanos.
Aun así, pasarían siglos antes de que esta fecha se consolidara. No fue sino hasta la reforma gregoriana de 1582 cuando el 1 de enero se adoptó de manera generalizada como inicio del año. Así, enero, el mes del cambio y los comienzos, terminó ocupando el lugar que hoy damos por hecho.




