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Mastermind: cuando el silencio ya no dice nada

La película intenta hablar de la desilusión americana, del fracaso masculino y del ego

Ambientada en una Nueva Inglaterra setentera, impecablemente reconstruida con tonos ocres, sacos de hilo y una fotografía de ensueño firmada por Christopher Blauvelt, la cinta sigue a James “JB” Mooney (Josh O’Connor), un arquitecto frustrado que decide robar cuatro cuadros de Arthur Dove. Pero su “gran golpe” carece de épica, de suspenso y, sobre todo, de propósito.

Reichardt observa el fracaso del hombre común con su estilo habitual: planos fijos, silencios largos, conversaciones anodinas. Sin embargo, esta vez los silencios pesan más que lo que revelan. Lo que debería ser contemplativo se vuelve inmóvil; lo que debería ser sutil, apenas se sostiene.

Josh O’Connor mantiene a flote la historia con su vulnerabilidad quebradiza —una presencia que recuerda al saqueador errante de La Chimera—, mientras que talentos como Alana Haim quedan injustamente subutilizados.

Visualmente, Mastermind es un regalo para los ojos: fibras naturales, interiores cálidos y un aire retro sin caer en la nostalgia vacía. Pero la belleza plástica no logra disimular la falta de pulso narrativo.

La película intenta hablar de la desilusión americana, del fracaso masculino y del ego disfrazado de talento… sin terminar de decir nada. Hay destellos —una conversación, un plano final seco y cruel—, pero el conjunto se diluye en su propio letargo.

Mastermind es una obra finamente construida, sí, pero donde el estilo sofoca la emoción. Reichardt siempre ha demostrado que “menos es más”, aunque esta vez, menos simplemente es poco.

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