En muchas culturas como la mediterránea, latinoamericana y del sudeste asiático, compartir la comida es un acto casi sagrado. Reunirse en torno a la mesa, pasar los platos y comer juntos refuerza lazos familiares y sociales. Sin embargo, en otras partes del mundo, especialmente en sociedades industrializadas, esta práctica está en declive. En Estados Unidos, por ejemplo, 1 de cada 4 personas come sola, un aumento del 53% desde 2003, mientras que países como Senegal o Paraguay siguen manteniendo vivas las comidas comunitarias.
El Informe Mundial sobre la Felicidad 2025 destaca que compartir alimentos es un predictor clave de bienestar, comparable al empleo o los ingresos. Comer en grupo estimula el sistema de endorfinas del cerebro, generando sensaciones de placer, confianza y conexión emocional. Estudios recientes muestran que quienes comen juntos presentan menos síntomas de ansiedad, estrés y depresión.
Este fenómeno se explica en parte por cambios sociales y tecnológicos: la urbanización, el trabajo por turnos, la digitalización y la pandemia aceleraron la fragmentación de la vida cotidiana, haciendo cada vez más difícil compartir las comidas. Pero las consecuencias van más allá del estilo de vida; la falta de estas reuniones fomenta la soledad y disminuye el apoyo social.
Ante este panorama, surgen iniciativas para recuperar este ritual, como cocinas comunes en viviendas, programas comunitarios o clubes de cena que promueven la convivencia. La mesa, lejos de ser solo un lugar para alimentarse, sigue siendo un espacio esencial para construir identidad, fortalecer vínculos y cuidar la salud mental.