Literatura y teatro

¿Puede la inteligencia artificial traducir poesía?

La vieja pregunta que vuelve con nuevas respuestas

Hace casi 70 años, el lingüista húngaro-brasileño Paulo Rónai se preguntaba en un artículo si los traductores, “esos humildes faquires de la inteligencia”, terminarían enfrentando la competencia implacable de las máquinas. En 1956, esa inquietud parecía más literaria que real. Hoy, en pleno auge de la inteligencia artificial generativa, su presagio resuena con nueva fuerza.

Lo que entonces era solo una hipótesis técnica, hoy ya no lo es. Herramientas como DeepL, Google Translate o ChatGPT no solo traducen, sino que lo hacen en segundos, con creciente precisión. Pueden mantener rimas, estructuras sintácticas e incluso giros culturales. Y, sin embargo, la pregunta que atraviesa el presente no es tanto si pueden hacerlo, sino si deben hacerlo. O mejor: cómo deben hacerlo, y con qué consecuencias.

La colaboración entre humanos y máquinas ya es una realidad. El escritor angoleño José Eduardo Agualusa, por ejemplo, experimenta con modelos de IA para escribir haikus. Reconoce que, con instrucciones precisas e inesperadas, los resultados pueden ser sorprendentes. Otros escritores y traductores coinciden: la IA puede ser una aliada, una especie de aprendiz que necesita dirección, pero que nunca camina sola. La traducción automática puede ofrecer una primera versión útil, pero aún requiere del criterio humano para revisar, matizar, decidir.

Porque el problema, como recuerda la traductora Denise Bottmann, no es sólo de técnica: es de deseo. “Algo muy importante y fascinante en el oficio de traducir es el gusto, el placer de traducir”, afirma. Un placer que escapa a la lógica productiva de la máquina. Lo que está en juego no es solo el resultado final, sino el camino—ese trayecto lento y creativo que define todo arte.

Frente a este dilema, surgen preguntas éticas, jurídicas y ecológicas. ¿Cómo se remunerará al traductor cuando la IA acapare parte del proceso? ¿Qué impacto ambiental tendrán estas tecnologías, que requieren cantidades masivas de energía y minerales como el cobalto? ¿Y qué tipo de discursos privilegiarán las IAs entrenadas para ser eficientes, correctas y políticamente neutras?

El filósofo italiano Giorgio Agamben ha escrito que el arte no consiste solo en saber hacer, sino en conservar la potencia de no hacer, en resistir. El verdadero acto creativo, dice, no es la ejecución sin fallas, sino el temblor. “El artista tiene una mano que tiembla”, dice citando a Dante. La máquina no tiembla.

Y ese temblor—tan humano, tan falible, tan imprescindible—podría ser, justamente, lo que salve la traducción literaria (y la literatura misma) de la estandarización algorítmica. Porque si bien la máquina puede escribir poemas correctos, jamás sabrá por qué. Ni sabrá cuándo no escribir.

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